Vamos con una reflexión un poco menos egoísta y -espero- más interesante.
Hace unos días discutíamos con unos amigos sobre la cobertura periodística que le dieron los distintos medios a la marcha del 18 de Abril. Ni me hace falta decir que se veía de todo en base a qué medio se miraba. Con un simple cambio de canal se podía pasar de imaginar una casi revolución “popular” con el país en llamas a una protesta frívola de cipayos ansiosos por dólares.
Es una buena noticia ver que a ésta altura del partido cada vez menos gente es ajena al hecho de que un medio SIEMPRE baja línea en base a su propia conveniencia como empresa. Como comunicador celebro el fin de la mentira de la “objetividad periodística”, tantas veces utilizada para relatar “imparcialmente” hechos que muy lejos estaban de ser reflejados de esa manera.
Sin embargo, la (no)objetividad periodística no es el tema de éste post en particular. Hoy quiero abordar la calidad de los contenidos ofrecidos por los llamados medios y soportes hegemónicos, que nos guste o no se llevan la atención del grueso de la población.
Entre ellos el medio por excelencia, la televisión. Este aparatejo tiene de rehén la atención de las personas desde hace por lo menos 50 años. Las razones de su éxito saltan a la vista. La TV no requiere ningún saber para su uso y disfrute, no requiere esfuerzo alguno, brinda compañía, es inmediato (es decir, no requiere tener paciencia), es fácil “perderse” en sus contenidos y transmite un mensaje muy potente en virtud de las imágenes utilizadas. Éstas son sólo algunas de las muchas razones del éxito de éste invento. Y no es poca cosa si consideramos que en medio de ésta desenfrenada carrera que es el progreso tecnológico de nuestro siglo, cuesta encontrar algún otro desarrollo que acredite tantos años de vigencia y popularidad como la televisión.
Es a raíz de la popularidad de éste medio que se planteo el
debate que da pie a todo esto. Fue marcado el retroceso sufrido por la
televisión nacional en los últimos 25 años en lo que a calidad de contenidos
respecta. La TV
fue un fiel reflejo de la (no)política de la Argentina menemista.
Gradualmente fueron perdiendo espacios los programas políticos y los que
podríamos englobar bajo la genérica categoría de “cultura general”. La oferta
de estos canales o programas no es hoy inexistente, pero ciertamente es muy
reducida y con un nivel de audiencia casi marginal. Como contrapartida, los
minutos dejados libres por éstos programas fueron rápidamente ocupados por
programas de reality, concursos, chimentos y como corolario noticieros meta
televisivos.
De ésta forma comienza un círculo autorreferencial en el
cual la televisión genera noticias de sí misma completando así el vaciamiento
del mensaje y la ruptura entre éste y la realidad y por tanto alejándola de
cualquier tema ajeno a ella; como puede ser la política, la economía u otros
temas de interés general. En contrapartida crece la cobertura del mundo de la
farándula y (a falta de fama como justificación) la intimidad de las personas.
El interés se logra mantener a fuerza de exteriorizar el morbo del discurrir de
la vida y sus conflictos. Se busca la identificación de los televidentes con el
personaje ofrecido por la televisión como argumento para atraer a las personas.
El razonamiento sin dudas da resultado a juzgar por los
niveles de audiencia alcanzados, el problema son las consecuencias de ésta
exacerbación del individualismo y la banalidad. Entre ellas pueden contarse la
pérdida del espíritu crítico, del interés por informarse o del interés por el
bienestar común; en oposición al crecimiento de la búsqueda del bien personal y
egoísta.
Hablamos de un medio que fomenta la apatía, la impaciencia y
el desinterés por toda cosa que carezca de espectacularidad y opone a esto como
virtudes la imagen, la superficialidad, el conflicto o la -demasiado bien
ponderada- viveza (agregue el “criolla” si gusta) entre otras cosas.
Así se explica que en una tarde cualquiera se transmitan en
canales consecutivos un reportaje en un comedor infantil que alimenta a un
centenar de chicos y que deberá cerrar porque la municipalidad no le manda
alimentos y un panel de opinión sobre el último escándalo de Ileana Calabró.
Claro, la pequeña diferencia es que el primero salía por el Canal Municipal de
Pilar con un presupuesto de producción ínfimo y una audiencia que acompaña
fielmente dicho presupuesto y el otro se emitía por un importante canal de
aire, el panel estaba integrado por figuras del espectáculo (que me arriesgaría
a decir que con el sueldo mensual de tan sólo una de todas ellas podrían
cubrirse fácilmente las necesidades del comedor) y sin dudas fue visto por
centenares de miles de personas.
Que no se malinterprete, no estoy diciendo que una “mala”
televisión sea la culpable de la degradación de la calidad social. El debate de
fondo es sobre qué tipo de medios queremos. ¿Queremos medios comprometidos que
apunten a mejorar la formación del ciudadano dotándolo de herramientas para
mejorar su situación particular y la social en general? ¿O queremos medios que
nos entretengan y nos abstraigan de la deprimente rutina del día a día aunque
sea a costa del progresivo deterioro de nuestras capacidades de transformación
de la sociedad?
Llegados a éste punto, me parece prudente aclarar que cuando
hablo de “medios que formen ciudadanos” no estoy adhiriendo a la conocida
teoría de la Aguja
Hipodérmica[1], más que rebatida a ésta
altura de la historia. No pienso que los medios tengan el poder de formar
ciudadanos a gusto y piacere, más sí
creo que pueden influir de forma indirecta de acuerdo al contenido que
transmitan. Subyace el histórico debate del “huevo o la gallina”. ¿Son los
medios los que empujan a la sociedad a consumir productos cada vez más
superficiales o es la sociedad la que demanda éste tipo de contenidos y los
medios sólo responden a éste estímulo?
Creo que no hay una respuesta correcta a ésta pregunta. Se
trata de un círculo dialéctico donde ambas partes se retroalimentan de la otra. El problema que esto conlleva es que en lugar de solucionarse el panorama se
agudiza día a día.
Admitiendo que la problemática se encuentra de ambos lados,
urge la necesidad de al menos dar un esbozo de respuesta o solución.
En ésta instancia me parece clave la diferenciación entre
“productores” y “consumidores” de contenidos. Desde el momento en que hay un
polo que produce activamente el mensaje y un polo que lo recibe (no
pasivamente, pero con menos herramientas para alterarlo) creo que está en manos
de los primeros comenzar el cambio.
Por una cuestión puramente instrumental no es el ciudadano
quien puede forzar el cambio en los contenidos de los medios. Resulta mucho más
factible que sean éstos quienes comiencen a transitar un camino distinto, que
busquen formas de interesar al público sin caer en la trivialidad y el mensaje
facilista o la espectacularidad como motivaciones para atraer audiencia.
En ese sentido me parece importante pararse críticamente
ante el panorama actual, decidir qué
tipos de medios queremos y definir las acciones necesarias para llevarlos por
el camino elegido.
Creo, y esto es sólo mi opinión, que los medios deberían
estar al servicio de la construcción de un buen ciudadano. Los medios de
comunicación -como filtros de contenidos- cumplen un rol tan importante en
nuestra sociedad hiper saturada de información como otrora los partidos
políticos o las organizaciones gremiales, instituciones históricamente
encargadas de “formar” identidad ciudadana, pero hoy deslegitimadas. Ante ésta
situación, son los medios de comunicación quienes tienen la llave para comenzar
el cambio de mentalidad.
No es un camino fácil, tampoco corto, pero si no comenzamos
el cambio por el hecho de que no lo veremos en el corto plazo entonces podemos
despedirnos de cualquier proceso de construcción y superación nacional pues, oh
casualidad, éste también es un largo proyecto.
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